Incendios forestales y políticas ganaderas: cuando el ecologismo olvida el territorio
El monte abandonado: más combustible, más fuego
Al caer la tarde, el monte huele a resina caliente. Las jaras, densas como una muralla, crujen bajo un viento que baja del collado. No hay campanillas de oveja ni perros que ladren a lo lejos. El último pastor del valle vendió el rebaño hace dos inviernos; dicen que por cansancio, por números que no cuadran y por una burocracia que pesa más que el heno. Hoy, cuando el rayo parte un pino y la columna de humo se alza como una advertencia, ya nadie está ahí para verla a tiempo. En las zonas rurales españolas, esa escena –demasiado real– es el prólogo de cada verano. Y no es solo clima: es gestión del territorio. Cuando el discurso “verde” olvida la función de la ganadería extensiva, el campo se convierte en un polvorín. Las hectáreas arden, y después llegan los informes: clima extremo, sí; pero también montes abandonados y biomasa acumulada que hacen los incendios más voraces.
Ganadería extensiva como cortafuegos natural
La paradoja es conocida por quienes viven en el monte: menos ganado, más combustible; más combustible, incendios más intensos. No es romanticismo pastoril, es gestión preventiva. En España y en el Mediterráneo se ha probado durante años el pastoreo dirigido como herramienta para abrir fajas, mantener cortafuegos y reducir carga de matorral. La literatura técnica y los programas piloto son claros: cuando se integran rebaños en el diseño preventivo, baja la continuidad del combustible y mejora la capacidad de contención. Lo han evaluado en Andalucía con seguimiento de dos años sobre fajas pastoreadas; lo promueve la red europea de protección civil como solución basada en la naturaleza; y en Cataluña los Ramats de Foc han convertido a los pastores en aliados de bomberos y gestores forestales.
Políticas ecologistas: del CO₂ al abandono rural
Sin embargo, buena parte del discurso ecologista dominante no mira el territorio con esa lupa de prevención. Fija su foco –legítimo, pero incompleto– en la huella climática de la ganadería, y empuja hacia marcos fiscales, normativos y reputacionales que encarecen o desincentivan mantener rebaños, especialmente a pequeña escala. El ejemplo más citado es Dinamarca, que ha pactado un impuesto a las emisiones del sector agrícola (incluido el metano del ganado) con un calendario creciente y costes por tonelada de CO₂ equivalente; más allá del simbolismo, marca un precedente europeo que otros países observan de cerca. Si se traslada mecánicamente a realidades mediterráneas –más secas, más inflamables y con mosaicos rurales frágiles–, el “precio del carbono” puede convertirse en precio del abandono.
En España, el vector no es solo fiscal. La normativa empuja a registrar y monitorizar emisiones y Mejores Técnicas Disponibles mediante el sistema ECOGAN, integrando datos en los inventarios nacionales. Es un avance en transparencia ambiental, pero introduce costes de cumplimiento que, para explotaciones pequeñas y envejecidas, pueden ser la gota que colma el vaso si no van acompañados de apoyo técnico y una política forestal coherente. De nuevo: si el resultado final es menos cabaña extensiva en zonas de interfaz urbano-forestal, el bosque queda sin su herbívoro y sin su guardián.
Agenda 2030: entre objetivos globales y realidades locales
En este debate no puede obviarse la sombra de la Agenda 2030 y sus Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Sobre el papel, la hoja de ruta es loable: reducir emisiones, proteger la biodiversidad, avanzar hacia modelos de consumo más sostenibles. Sin embargo, trasladada sin matices al terreno rural mediterráneo, a menudo funciona como un corsé más que como una guía flexible. En nombre del ODS 13 (Acción por el Clima) y del ODS 15 (Vida de Ecosistemas Terrestres), se han impulsado normativas y planes que priorizan la contabilidad de carbono por encima de la prevención real de incendios, ignorando que los incendios son en sí mismos una de las mayores fuentes de CO₂ y pérdida de biodiversidad en países como España.
La crítica no es contra el marco internacional en sí, sino contra su traducción acrítica a políticas nacionales y regionales que se aplican sin contemplar la especificidad de los territorios. La uniformización burocrática de la Agenda 2030 puede terminar penalizando a pequeños ganaderos que mantienen cortafuegos vivos con sus rebaños, mientras se premian proyectos de compensación de emisiones alejados de la realidad local. La paradoja es evidente: se sacrifica la gestión preventiva del riesgo de incendios en nombre de un ecologismo de indicadores globales, aunque las llamas devoren hectáreas enteras de bosque mediterráneo y liberen toneladas de gases que neutralizan de un plumazo años de avances estadísticos.
Incendios: una emergencia que no espera
Mientras tanto, el fuego no espera. Este verano, reportajes y análisis han vuelto a subrayar lo que los servicios de extinción repiten: con helicópteros no se compensa una década de abandono. La prevención es paisaje, y el paisaje se hace con manos, pasos y dientes: silvicultura, ganadería y continuidad de usos. La prensa internacional que ha cubierto los grandes incendios en Cataluña lo ha explicado sin rodeos: sobrecalentamiento, sequías rápidas y campo despoblado crean la “tormenta perfecta”; proyectos como Ramats de Foc aparecen como respuesta sensata, pero insuficientes si no se escalan en planificación y presupuesto.
También desde la academia española llegan diagnósticos que no encajan con la complacencia: en Málaga, expertos universitarios ligan la crisis de incendios a poca prevención, exceso de combustible y falta de pastoreo, e insisten en cambiar el modelo hacia una cultura preventiva sostenida –no solo operativos de emergencia– y con la población local como parte de la solución. En La Rioja, voces del operativo y del sector recuerdan que pastorear es invertir en cortafuegos vivos, con experiencias replicables como EcoPastorea.
El papel de la criminología en la prevención de incendios
¿Qué pinta aquí la criminología? Mucho más de lo que parece. En el origen de no pocos incendios hay conductas humanas –intencionales o negligentes– que pueden abordarse con prevención situacional y análisis de patrones. La criminología ambiental aporta metodologías para mapear puntos críticos (accesos, miradores, márgenes de carreteras donde se acumulan igniciones), ajustar vigilancia natural (presencia humana cotidiana) y tecnología (sensores, cámaras trampa, analítica de movilidad) y diseñar entornos menos propicios a la ignición y a la propagación, trasladando al medio rural la lógica CPTED que se usa en ciudades. El enfoque está entrando en la conversación pública: desde la divulgación especializada hasta trabajos académicos, se reclama integrar geointeligencia y SIG en la prevención del delito ambiental y del incendio.
Hacia una política integral: menos dogma, más prevención
Admitámoslo: reducir emisiones del sector primario es un objetivo legítimo y necesario. Pero hacerlo sin evaluar impactos territoriales en países con millones de hectáreas inflamables es, sencillamente, mala política pública. Si cada nueva capa de tasas, trámites o restricciones va sacando rebaños del monte, el balance climático que se gana en papel puede perderse, año tras año, en miles de hectáreas quemadas y toneladas de CO₂ emitidas por incendios más grandes y frecuentes. La evidencia técnica de que el pastoreo reduce combustible está; los pilotos que lo demuestran también; y la emergencia de incendios de “sexta generación” no deja margen para debates estériles.
El camino no pasa por elegir entre ganadería o clima, sino por integrar. Impuestos al carbono diseñados con exenciones y retornos para quienes prestan servicios ecosistémicos de prevención; pagos por pastoreo estratégico donde las manadas mantengan fajas y accesos; simplificación administrativa para el pequeño ganadero que opera en interfaz forestal; y contratos de prevención que reconozcan, de forma explícita, el valor de esos dientes que clarean el monte mejor que cualquier desbrozadora. Y, a la vez, criminología aplicada: mapas de riesgo de ignición, protocolos de patrullaje en días rojos, campañas conductuales en tramos de carretera y perímetros de ocio, y una vigilancia comunitaria que devuelva ojos al paisaje. (Para los escépticos: la UE ya cataloga el pastoreo como solución de prevención; no es folclore, es gestión basada en evidencia).
Conclusión: menos póster, más pastor
Cuando vuelva el humo –porque volverá– la pregunta no debería ser cuántos medios aéreos despegan, sino qué hicimos en febrero para que en agosto hubiera menos que arder y más gente para verlo a tiempo. Entre el despacho y la ladera hay un puente hecho de ciencia, oficio y gobernanza. Si el ecologismo quiere ser parte de la solución, tendrá que cruzarlo con el territorio: menos dogma, más prevención; menos póster, más pastor.
BIBLIOGRAFÍA:
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